miércoles, 26 de junio de 2013

Tasas Chinas 2.17: Escuela

Les dejo el audio del programa del 25 de junio, acá y acá. Hablamos de educación y movilidad social en Argentina y América Latina con dos distinguidos expertos: Axel Rivas y Guillermo Cruces.

Playlist escolar, acá: Boards of Canada, Nirvana, Everything Everything, Supertramp, Steely Dan, Neil Hammond.




domingo, 23 de junio de 2013

Home (Tasas Chinas en Perfil)

(Publicada en el diario Perfil el 23 de junio de 2013).

En la película Hogar, de Ursula Meier, una familia vive en semi aislamiento en una casa rural al lado de una autopista inconclusa. Los hijos adolescentes juegan al futbol en el asfalto, el padre viene del trabajo con las compras, la madre cocina. Una familia feliz en su oasis postapocalíptico. Un día la autopista se completa y abre. El tránsito atraviesa el jardín de la casa, se vuelve más denso, ruidoso. Los conductores se detienen a observar a la hija adolescente tomando sol en bikini; en el ocasional embotellamiento, la gente se baja y conversa mientras observa los movimientos dentro de la casa. La familia se niega a partir, se encierra, tapia la

s ventanas con cemento, se descompone lentamente. El final sugiere que la familia abandona el hogar para recomponer su vida en otro lado. O no. El final es abierto. Viendo las fotos de Castelar, viendo al gobierno lidiar con la impotencia de una realidad que atraviesa el jardín del relato, recordé la expresión perpleja de Isabelle Huppert aguantando los trapos del hogar imposible. Una metáfora oscura del vivir con lo nuestro convertido en morir con lo nuestro.

Para quienes no conciben la idea de abandonar el hogar, la alternativa es la evasión. En un fallido tuit de la mañana de Castelar, contra un fondo de los bosques de Palermo, una celebrity oficialista escribía: “La mañana no puede estar más hermosa, qué suerte que en la ciudad existan espacios donde podemos imaginar que estamos lejos.” ¿Cuántos militantes de la década ganada comparten esta fuga? ¿Cuántos no militantes, acostumbrados al paraíso de servicios subsidiados y beneficios sociales de bolsillos profundos, presienten esta nostalgia por el Nirvana perdido? La imagen, rápidamente eliminada de la conciencia de tuiter, funciona como metáfora imperfecta de la ilusión convertida en alucinación. La nostalgia como miembro fantasma en la tanda de Futbol Para Todos, como representación fellinesca en Tecnópolis, como fantasía bucólica en los bosques de Palermo. (Puestos a especular, es probable que el tuit haya sido escrito y borrado no antes sino después de la noticia de Castelar; todos necesitamos alguna vez soltar lastre con una confesión, aunque sea efímera.)

Para quienes miran desde el asiento del acompañante, el dilema es el siguiente: ven que la situación política y económica se deteriora y no puede seguir así indefinidamente, pero intuyen que con un cambio en 2016 el escenario puede mejorar rápidamente. ¿Cómo llegamos de acá hasta allá? A muchos les cuesta imaginar dos años más de esta lenta atrición (bajo crecimiento, empleo en caída, inflación en alza, parálisis y paulatino desbande del Estado Mayor ante la inminencia de la derrota). Entonces conjeturan un final explosivo: la crisis "salvadora" que precede (y adelanta) el rebote. Como irse al descenso de una vez en lugar de bancarse la aritmética de los promedios todo un campeonato. Pero una crisis no sólo suele ser peor que cualquier lenta agonía sino que debería ser la excepción, el desenlace explosivo e inverosímil de un tanque de Hollywood, no el final abierto de una película francesa. La seguidilla histórica de crisis y recuperaciones nos dejó un déficit de atención: nos acostumbró a episodios breves y ruidosos y nos hizo poco tolerantes a los desarrollos pausados y sin final. El lento derrape es ansiógeno; nos lleva a manotear el remoto. La ubicua fantasía de la crisis es una forma del zapping.

En Brasil, un aumento de menos del 10% en el transporte urbano derivó en protestas masivas contra el sistema de transporte, la corrupción política, la criminalidad y el gasto en infraestructuras olímpicas a expensas de infraestructuras sociales y productivas. Como las protestas estudiantiles en Chile, las protestas en Brasil reflejan fenómenos complejos (por ejemplo, las expectativas de la nueva clase media en un país inflado mediáticamente) pero nos dicen algo de lo que nos espera cuando queramos resolver las enormes distorsiones a las que nos acostumbró la década pasada.

Entre la fascinación con el colapso inminente y la negación del inocultable deterioro, pocos mencionan el costo de resolver las asignaturas pendientes, o la obviedad de que hace tiempo estamos viviendo más allá de nuestras posibilidades y se nos acabaron los ahorros. Como si la autopista no juntara tráfico allá afuera. Como si no viviéramos todos en la misma casa.

martes, 18 de junio de 2013

Tasas Chinas 2.16: Zapping político

Audio del Tasas Chinas del martes 18, acá y acá. Charlamos con Sergio Berensztein sobre los dos octubres (2013 y 2015), los dos fallos (Corte Suprema sobre reforma judicial, y amparo contra el cepo) y sobre lo que nos dicen las protestas de Brasil sobre la tarea de sincerar tarifas en Argentina. De paso, pronósticos y presagios electorales de las listas que se definen este sábado. Y playlist roja: Tango Crash, Arctic Monkeys, TV on the Radio, Neko Case, Daid Sylvian.

jueves, 13 de junio de 2013

Trenes

Después de la inevitable indignación por la tragedia repetida, habrá que volver a discutir las razones del deterioro de los trenes sin perder de vista que las políticas públicas implican procesos largos (y, si no son apropiadas, costos diferidos y recuperaciones lentas). Para contribuir a este debate necesario, les dejo un extracto del capítulo 8 de Vamos por todo, donde tratamos de poner algo de perspectiva al tema.


Imaginemos el caso de un remisero. La compra del auto es una inversión. Por inversión nos referimos a la aplicación de un dinero ahorrado a lo largo del tiempo a un bien que permite extraer una renta. El auto, naturalmente, es el stock: un bien durable que presta servicios por muchos años. La renta es el flujo, que se compone de los ingresos del remisero menos los costos corrientes: nafta, seguro, mantenimiento, impuestos.

Como toda máquina, el automóvil envejece y comienza a dar problemas. Por ejemplo, deja al remisero en la calle cuando tiene un desperfecto, lo que a la vez incrementa su costo de mantenimiento (taller) y reduce sus prestaciones (no le permite trabajar, le hace perder tiempo en el taller). En algún punto la relación entre prestaciones y costo se invierte: la ingresos obtenido del stock no compensan los costos, y la renta desaparece o se vuelve negartiva. Más aún si hemos descuidado su mantenimiento, lo que acelera el envejecimiento. En ese momento, se impone el recambio del auto. Parte del dinero ahorrado durante la vida útil del vehículo se invierte en la diferencia entre el valor del usado y el de un modelo más nuevo. Este dinero ahorrado es lo que generalmente se denomina amortización.

Ahora supongamos que nuestro remisero se gasta el dinero del mantenimiento y de la amortización. Se sentirá más rico durante los años buenos del auto (tendrá una renta más alta), pero con el tiempo se llevará una decepción: el stock se ha depreciado y la renta se vuelve cada mes más magra, hasta que gasta más en reparar el auto de lo que saca trabajándolo. Se consumió el stock. Y no tiene nada ahorrado para el recambio.

Ahora extendamos la analogía a los casos que nos interesan. Por ejemplo, los trenes. Invertimos en el stock inicial (infraestructura y material rodante: vías, trenes, señales; talleres de reparación, trabajadores calificados) y concesionamos el servicio. Luego maximizamos la renta: congelamos tarifas y compensamos apenas lo necesario para pagar los costos corrientes (sueldos, mantenimiento mínimo) sin margen para la inversión ni para la amortización. De este modo, lo no gastado en mantenimiento y amortización se traslada (mediante una tarifa baja) al usuario, es decir, a la población que, feliz, se siente más rica. Hasta que el deterioro natural de las vías o los coches envejecidos reducen la calidad y la seguridad del servicio. Entonces nos preguntamos: ¿por qué no renovamos las vías y los coches? Porque nos comimos la renta y hoy no tenemos el dinero para hacerlo.

[…]

A diferencia de otros servicios públicos privatizados, el Estado nunca dejó de ser dueño de los trenes metropolitanos de pasajeros.[1] Difícil privatizar algo que da pérdidas recurrentes y estructurales. Por esta razón, el servicio suburbano fue concesionado (es decir, su gestión fue cedida transitoriamente) a operadores privados. Más específicamente: en una suerte de tercerización del problema del transporte, el Estado se comprometió a pagar por el déficit operativo de los trenes (la diferencia entre los ingresos por pasajeros y los costos de operación) así como por las inversiones apuntadas en el pliego (que no se licitaban sino que eran ejecutadas por los mismos concesionarios, y constituían un ingrediente importante del negocio privado). ¿Por qué? Presuntamente porque, más allá de sus aún inciertas virtudes de gestión, el concesionario tendría menos pruritos para lidiar con los aspectos políticos y sindicales del servicio.

El proceso de concesión fue largo (los pliegos se entregaron a fines de 1991, la concesión de completó a mediados de 1995), competitivo (se Estado dio las concesiones a quien pedía un subsidio menor) y distribuyó las 6 redes entre 4 empresas: Ferrovías del grupo EMEPA (Belgrano Norte), Metrovías del grupo Roggio (Urquiza, trenes subterráneos), TBA de los hermanos Cirigliano (Mitre y Sarmiento) y Metropolitano, del grupo Taselli (a cargo de Roca, San Martín y Belgrano Sur). Años más tarde, por deficiencias en el servicio, a este último le retirarían las concesiones, que pasarían a UGOFE, una unión de los tres concesionarios restantes.[2] La fiscalización de la calidad del servicio y el cumplimiento del Plan de Inversiones estipulado en el pliego de concesión quedó a cargo de un ente de fiscalización, que actualmente es la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (CNRT)

Siguiendo el patrón de las apresuradas privatizaciones y concesiones menemistas, el cumplimiento del contrato fue, en el mejor de los casos, desparejo. Los contratos fueron rápidamente y continuamente renegociados, a partir de 1999 por el saliente gobierno menemista y luego por la administración de la Alianza, argumentando la necesidad de adaptar las normas a la mayor demanda, los mayores costos o, en 2001, ya inmersos en la crisis de la convertibilidad, por la dificultad del Estado de cumplir con los subsidios pactados.[3]

A partir de 2002 la situación cambió radicalmente: el decreto 2075/02 estableció la emergencia ferroviaria, suspendió la realización de inversiones y mejoras en el sistema, daba diez días a los concesionarios para presentar al gobierno un Plan de Emergencia y dejó sin efecto los aumentos tarifarios establecidos en renegociaciones previas.

Es cierto que la inversión pública en transporte se triplicó en la última década. Según un informe de CIPPEC, entre 2002 y 2009 la inversión real directa del sector público pasó del 0,15% del PBI en 2002 a casi el 0,7% en 2009. Con esto, el promedio anual fue casi tres veces superior al registrado entre 1993 y 2001. “El transporte explica más de dos tercios de la inversión pública y el 70% de la inversión real directa pública”, estimaban José Barbero y Lucio Castro en el informe.

Pero el trabajo también resalta su baja calidad y los problemas de sustentabilidad asociados al bajo nivel de mantenimiento de las obras realizadas. Y el peso declinante de la inversión de los concesionarios privados, que se redujo del 39% en 2002 al 2% en 2010 –resultado previsible en un contexto de congelamiento de tarifas y peajes y de debilitamiento de los marcos regulatorios. Por otro lado, una estimación hecha por los mismos autores indica que en la post convertibilidad se invirtió apenas el 10% de lo necesario para mantener el stock de los trenes metropolitanos. El 81% de la inversión pública en transporte fue a carreteras. Lo mismo surge de la evaluación del Subterráno de Buenos Aires preparada en 2012 por un equipo de expertos del Metro de Barcelona: la falta de inversiones relevantes en los últimos diez años comprometieron la seguridad.[4]

Esta dicotomía entre el privado en retirada y el estado que intenta remplazarlo con recursos insuficientes y mal administrados sigue el patrón característico de lo que sucedió con gran parte de la infraestructura. La diferencia entre primer y segundo kirchnerismo es tenue: si las consecuencias se vieron en los últimos años se debe, más que a un giro en las políticas aplicadas, al efecto acumulativo del desgaste, al lento envejecimiento que mencionábamos más arriba. Todo custodiado por la CNRT, “intervenida por el Poder Ejecutivo Nacional desde el 2001” y cooptada por sus empresas reguladas, donde priman “la falta de independencia y transparencia, así como la ausencia de una verdadera planificación de reestructuración”. [5]

A esta altura, es tentador pensar que el congelamiento de tarifas fue el factor determinante (y la excusa perfecta) para inhibir una inversión privada. Pero el subsidio al servicio público de transporte de pasajeros es más la regla que la excepción en el mundo: en casi todos lados el servicio pierde dinero pero ofrece un beneficio secundario al reducir la congestión del tránsito y el daño ambiental. Por eso se lo subsidia.

Por otro lado, hay razones para suponer que, aún sin congelamiento de tarifas ni subsidios, las inversiones necesarias probablemente tampoco se habrían materializado. Un informe del regulador (la CNRT) de 2002, poco después del congelamiento de tarifas, señalaba falencias en el 70% de los coches inspeccionados (en el 30% de estos casos, con riesgo de seguridad), en el 40% de los pasos a nivel, y en el 20% de los aparatos de cambio de vías. También señalaba la existencia de pasos peatonales no autorizados, y numerosas falencias en el mantenimiento del mantenimiento del material rodante y la infraestructura general de las vías. En otras palabras, una inversión insuficiente (ciertamente menor a la comprometida inicialmente) aún en los primeros años de la concesión, cuando las tarifas eran altas y el volumen transportado venía en aumento.

A pesar de una desoída intimación de Duhalde a los concesionarios para revertir esta situación de deterioro en 2002, ya en marzo de 2003, pasado lo peor de la crisis, una resolución de la Secretaría de Planificación (ascendida a Ministerio en mayo de 2003 por Néstor Kirchner) definía, sin mayores condicionamientos, el monto de los nuevos subsidios de explotación para el año, poniendo al sistema en una vía muerta que lo llevaría directamente a Once. Es que el nuevo esquema no difería mucho del anterior, pero era aún más modesto en sus aspiraciones: pagar lo mínimo para que el sistema no dejara de funcionar. El subsidio ya sólo cubría la diferencia, creciente de la mano de la inflación, entre el costo (del mantenimiento mínimo y las operaciones), en muchos casos inflado por el concesionario, y la tarifa congelada.

Los subisidios inicales fueron pequeños, pero subieron exponencialmente con el tiempo, de la mano de los costos. Hubo importantes incrementos de personal y sueldos, impulsados por el Ministerio de Trabajo. Como el mecanismo de pago de subsidios era tal que reconocía costos de personal de acuerdo con la dotación y los acuerdos salariales, los concesionarios no tenían incentivo alguno para contenerlos (después de todo, no era su dinero sino el del gobierno). Los gremios, menos aún. Por otro lado, las modalidades de cálculo del subsidio también se fueron volviendo más discrecionales, sobre todo las aplicadas a la UGOFE, la unión de operadores creada de urgencia para sustituir al defenestrado grupo Taselli. Así, los subsidios al transporte fueron engordando como una bola de nieve.

La tarifa subsidiada seguramente jugó un rol en la creación de este círculo vicioso de costos inflados, lento desvencijamiento del servicio y declinantes estándares de seguridad. Pero nada de esto habría sido posible sin la participación directa del gobierno, a través de la cooptación de las entidades encargadas de fiscalizar el uso de los subsidios y las condiciones del servicio. ¿Cómo se explica, si no, que nunca se haya cobrado una multa por incumplimiento de contrato, y que en los pocos casos en que se revocó la concesión haya sido tras algún escándalo mediático como los disturbios en Constitución o la tragedia de Once?

Entonces, ¿quiénes fueron los culpables de Once? Tal vez no totalmente pero en gran medida, fueron la desidia o la corrupción de los funcionarios responsables.[6]

[…]

En 1989, cuando Néstor Kirchner lanzó su campaña para la gobernación, el agrimensor cordobés Ricardo Jaime fue uno de los militantes que apoyó su postulación recorriendo el norte santacruceño en busca de votos. Cuando Kirchner asume en diciembre de 1991, lo designa como Ministro Secretario General de la Gobernación (hasta 1996) y, ya en el segundo mandato, Director del Consejo Provincial de Educación, a cargo del traspaso de las escuelas nacionales a la provincia y de la implementación del Tercer Ciclo de la EGB. A fines de 1999, Jaime vuelve a Córdoba como viceministro de Educación de De la Sota, hasta que, en mayo de 2003, Kirchner lo nombra secretario de Transporte de la Nación, desde donde reporta directamente al Presidente (puenteando al ministro de Planificación, Julio De Vido, su superior directo) y reparte mensualmente subsidios a empresas de colectivos y concesionarias de trenes para compensar el congelamiento de tarifas. Decide también qué obras se realizan en trenes y vías.

"Todo lo que hacía Jaime lo sabía el ex presidente de la Nación [Néstor Kirchner]", decía Ricardo Cirielli, ex Nº 2 del ex secretario de Transporte; Jaime “siembre andaba en el filo de la ley o fuera de ella".[7] Cuando en 2005 pensaron por primera vez en desprenderse de Jaime, éste mandó un mensaje por medio de los diarios: “Con Kirchner somos amigos desde hace más de veinte años. Me puede pedir cualquier cosa, menos que renuncie. Primero tendríamos que tomar un café con Néstor.” [8] Para agosto de 2008 ya contaba con 20 denuncias de corrupción, entre ellas 5 por malversación de fondos públicos relacionada a la distribución de subsidios (entre ellas, una del fiscal nacional de investigaciones, Manuel Garrido, por dádivas de empresas presuntamente controladas por él). Sólo lo dejaron ir después de la derrota del gobierno en las elecciones legislativas de 2009.

Así, con el fastidioso problema del stock barrido bajo la alfombra y con el zorro vigilando a las gallinas, no sorprende que, tras varias advertencias, la factura acumulada nos sacudiera en 2012 con 51 muertes.

Jaime sería reemplazado por Juan Pablo Schiavi, ingeniero agrónomo, militante de la Juventud Peronista y amigo de Die Vido, que renunciaría tras la tragedia de Once, el 7 de marzo de 2012, alegando "estrictas razones de salud" luego de una intervención cardiovascular. Actualmente están procesados por la tragedia de Once tanto Schiavi como Jaime, así como los dueños de TBA, Claudio y Mario Cirigliano, los interventores de la CNRT, y otros siete ex funcionarios públicos y directivos de TBA.

Schiavi sería a su vez reemplazado por un funcionario sin experiencia previa en el rubro: Alejandro Ramos, intendente de Granadero Baigorria en la provincia de Santa Fe. Un político incondicional, un “hombre del proyecto”.[9]

____________________

[1] Los trenes de carga también fueron concesionados, por otras razones. El principal obstáculo fue jurídico. Para transferir la propiedad de los activos habría sido necesario modificar la centenaria ley de ferrocarriles, con una carga emotiva a la que ni siquiera el Menem de los primeros años se le animó, y que difícilmente habría sido aprobada por el Congreso. Por otro lado, una privatización probablemente no habría sido conveniente, ahora sí por razones de rentabilidad: la inversión necesaria para renovar la infraestructura excede el flujo de fondos de un operador privado. Por eso, en América Latina (por ejemplo, en México, Brasil, Colombia o Perú) se ha optado por la concesión en los ferrocarriles de carga. Sólo en Chile, en la época de Pinochet, privatizaron los ferrocarriles del norte, dedicados a la logística de la minería.

[2] A Metropolitana le retirarían la concesión del San Martín en 2004, y las del Roca y Belgrano Sur en 2007, tras una violenta protesta de pasajeros en Constitución. En ambos casos, por no cumplir con las “condiciones de calidad, confort y seguridad”. Ver: “Kirchner le quitó la concesión de trenes a Metropolitano”, La Nación, 25/02/2012. 
[3] Para un racconto de la renegociación sin fin de las concesiones ferroviarias, ver http://www.eumed.net/cursecon/ecolat/ar/2012/vp.html 
[4] “Auditores españoles del subte: "No han existido inversiones en los últimos diez años"”, La Nación, 30/12/2012. 
[5] “Transporte sin control, usuarios indefensos”, Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), noviembre de 2011. Enn: http://acij.org.ar/wp-content/uploads/ACIJ_-_Transporte_sin_control,_usuarios_indefensos.pdf Cabe destacar que hasta la CNRT advirtió a Schiavi (en nota de marzo de 2011) sobre el “pronunciado déficit de mantenimiento” y las “fallas preocupantes desde el punto de vista de la seguridad". Sin embargo, poco y nada dijo sobre los incumplimientos del Estado en lo referido a las postergadas inversiones en vías, señalamiento, telecomunicaciones o tendido eléctrico. 

[6] Vale mencionar que el conflicto de los concesionarios de trenes con trabajadores tercerizados por miembros de la Unión Ferroviaria –que dio lugar a la protesta del 20 de octubre de 2008 donde fuera asesinado Mariano Ferreyra– es también parte del laberinto de oscuros subsidios ferroviarios bajo la complacencia o connivencia del gobierno.

[7] “Para Cirielli, "Néstor Kirchner siempre supo lo que hacía Ricardo Jaime"”, Cadena3.com, 13/04/2010.
[8] “Ricardo Cirielli, el hombre que hace temblar a Jaime”, Perfil, 02/09/08. 
[9] “Sos un hombre del proyecto. Sos un hombre de ideas y seguimos las instrucciones de la Presidenta.” Así lo presentaba De Vido en el acto en el que tomó juramento a Alejandro Ramos. “Un dirigente joven para abrir una nueva etapa”, Miradas al Sur, 11/03/2012.

martes, 11 de junio de 2013

Tasas Chinas 2.15: El episodio de la cajera

Audio del Tasas Chinas del martes 12. Un reinterpretación del episodio de la cajera y Martín Sivak sobre su libro sobre Clarín, acá y acá.

Soundtrack negro: Gill Scott Heron, Salif Keita, Milton Nascimento, Marvin Gaye y Erikah Badu & Stephen Marley, más algunas yapas.

La transcripción de la introducción, acá abajo:

En el supermercado hay militantes con pecheras mirando y cuidando precios. La cajera, sin dejar de pasar artículos por el scanner, comenta: “Ojalá encuentren muchos precios altos y los hagan mierda a esos hijos de puta”. Este episodio encapsula tres aspectos de la década futura que nos deja la década pasada. El primer aspecto es de contexto: la inflación, sin la cual no hablaríamos de subas de precios con tanta concentración y vehemencia. El segundo aspecto es de contenido: el revisionismo militante, que atribuye la inflación a “esos hijos de puta”. El tercer aspecto es de registro: la respuesta, a un paso del odio propio de un estado en guerra u ocupación, cierra toda posibilidad de discusión. Más allá de las bondades terapéuticas del ocasional brote catártico, para bajar la inflación (y para reparar el resto de los errores que hoy nos alejan del desarrollo) habrá que volver a debatir la realidad sin prejuicios ni agresiones. Dejar de agredirnos por dos años.

Esto decía, en síntesis, mi columna de Tasas Chinas publicada en Perfil el sábado pasado. La anécdota de la cajera era, valga la redundancia, anecdótica. Sin embargo, muchos leyeron en la puteada un relejo de las condiciones laborales en los supermercados. La victoria o derrota cultural a la que hacía referencia la columna no se relaciona con el enojo de la cajera sino con su creencia de que la inflación es culpa de los formadores de precios: los oligopolios: los grandes empresas y los grandes sindicatos.

¿Qué te hace pensar que la cajera cree eso? Me preguntaba por tuiter un kirchnerista. Y tiene razón: es posible que la cajera sólo esté expresando su bronca con el patrón explotador. Pero esto abre la puerta a un escenario distinto al sugerido por la columna. Menos halagador. El de un país en el que una trabajadora, desprotegida por su sindicato y por el ministerio de Trabajo, debe conformarse con delegar el castigo de la injusticia social a militantes autoconvocados. Un país de indignación desintermediada. Un país sin Estado.

¿Cuánto ahorró el gobierno con la subestimación de la inflación?

Uno de los argumentos (a mi juicio, accesorio) de la intervención del INDEC fue la reducción de los pagos de la deuda pública indexada al CER. En relación a esto, les dejo algunos comentarios sobre el tema que incluímos en el segundo capítulo del libro "Vamos por todo".   

¿Cuánto ahorró y cuánto perdió el Estado dibujando la inflación? El cálculo del ahorro efectivamente percibido por el gobierno a raíz de la subestimación del IPC es complicado porque parte de la deuda indexada es con el propio estado (o sea que lo que deja de pagar por un lado lo deja de cobrar por el otro). Y porque la mayor parte del ahorro no es en el pago de intereses hoy, sino en el pago del capital mañana. Un mañana lejano e incierto.

Aquí cabe puntualizar que esta deuda consigo mismo se incrementó con el tiempo, ya que una parte importante de los bonos indexados a la inflación formaba parte de los fondos de pensión (administrados por las AFJP) que fueron estatizados en octubre de 2008. En otras palabras, parte de lo ahorrado por esta deuda se tradujo en menos dinero acumulado por los fondos de pensión en un stock que en última instancia pasó a engrosar las arcas del mismo gobierno. Más simple aún: lo que el gobierno pagó (y paga) por estos bonos es dinero que se pagó (o paga) a sí mismo, cancelando sus efectos fiscales.

¿Cuánto se dejó de pagar? Esto, que a primera vista puede sonar trivial (¿no es lo que se ahorró igual a lo que se dejó de pagar?) lo es menos si tomamos en cuenta cómo funciona la indexación de un bono. Veamos un ejemplo sencillo. Imaginemos que debemos 100 pesos indexados por inflación (que se pagan, digamos en 10 años) con una tasa de interés del 5% anual. Si la inflación de este año es 20%, a fin de año el capital indexado es 20% más alto: 120 pesos, y el bono paga el 5% de 120: 6 pesos. Si el INDEC, en cambio, reporta una inflación del 10%, el capital a fin de año es de 110 y el interés del 5% es algo menor: 5.5. ¿Cuánto deje de pagar por el recorte en la inflación? La diferencia en intereses pagados: 6 pesos menos 5.5 pesos, o sea apenas 0.5 pesos. ¿Cuánto ahorré? Mucho más. A la diferencia de intereses mencionada hay que agregarle el ahorro en el capital que debería pagar al vencimiento: 120 pesos menos 110 pesos = 10 pesos. Lo que llama la atención de este cálculo, más allá del resultado final, es que, con bonos de maduración lenta como es el caso de los bonos del canje de deuda de 2005, casi todo el ahorro es “devengado”, es decir, se efectiviza en un futuro lejano beneficiando a un gobierno lejano. Así, si corregimos por el hecho de que parte del ahorro es diferido en el tiempo, y que parte de lo que se dejó de pagar a los fondos de pensión fue la contracara de un menor ingreso del Estado, los beneficios fiscales de la manipulación del IPC percibidos en estos años son relativamente pequeños. [1]

En cuanto a lo ahorrado en términos de la reducción del stock de deuda indexada (el ahorro acumulado a ser percibido en el futuro) cualquier cómputo sería especulativo ya que dependería del futuro de la intervención. Por ejemplo, si algún gobierno desanduviera el camino iniciado en febrero de 2007 y llevara el IPC a su verdadero nivel, lo “ahorrado” con la manipulación en la capitalización del CER se perdería, ya que el recorte de la inflación pasada sería de algún modo repuesto al índice –una opción, vale aclarar, que parece a estas alturas improbable.[2]

En todo caso, el ahorro en pagos del Tesoro no justifica las pérdidas que el episodio del INDEC ocasionó a la economía: por ejemplo, la primera emisión de deuda post INDEC llegó a pagar una tasa del 15% en la colocación directa al gobierno de  Venezuela del Boden 15. Esto sin contar el sinnúmero de consecuencias socioeconómicas negativas asociadas a la continua subestimación de la inflación y la destrucción de información.




[1] La excepción a esta regla fue el mencionado Bogar 18, que amortizaba mensualmente. Además, hay que decir que en agosto de 2009 una fracción importante de bonos en pesos indexados por otros denominados en pesos nominales (esto es, sin indexación). De este modo, el ahorro devengado, asociado a la reducción del capital, se tradujo en ahorro realizado a través de una emisión menor de nuevos bonos, reduciendo a la vez el stock de deuda licuable por la manipulación del INDEC.
[2] Más factible sería un nuevo índice (por ejemplo, el muchas veces anunciado y aún no implementado un  IPC nacional) asociado a una nueva canasta de bienes y servicios (medida no sólo en el GBA como hasta ahora sino en los centros urbanos de todo el país) que le permitiera al gobierno medir correctamente la inflación hacia adelante sin modificar la inflación hacia atrás. Naturalmente, un nuevo índice no evitaría el costo político de transparentar el deterioro de indicadores sociales básicos como pobreza e indigencia, asociados a un nivel en el precio de una canasta básica que sería sensiblemente superior a la que reporta actualmente el INDEC.

domingo, 9 de junio de 2013

El episodio de la cajera

(Publicada el 8 de junio en diario Perfil.)

En el supermercado hay militantes con pecheras mirando y cuidando precios. La cajera, sin dejar de pasar artículos por el scanner, comenta: “Ojalá encuentren muchos precios altos y los hagan mierda a esos hijos de puta”. Este episodio, sumariamente relatado el otro día en Twitter, encapsula tres aspectos de esta década futura que nos deja la década pasada.

El primer aspecto es de contexto: la inflación, sin la cual no hablaríamos de subas de precios –al menos no con tanta concentración y vehemencia. La inflación es tan protagonista de nuestra historia reciente como su némesis, la dolarización. La crisis de la convertibilidad de 2001 fue en gran medida el efecto secundario y diferido de empastillarse con el dólar para bajar la fiebre de precios. Que después de eliminar la inflación, al costo de una década de convertibilidad coronada por una crisis terminal, la hayamos reciclado en esta reliquia jurásica que despierta este deseo uniformado de vigilar y castigar dice mucho de nuestros problemas de aprendizaje.

El segundo aspecto es de contenido: el revisionismo militante, que atribuye la inflación a “esos hijos de puta”. Lejos de indagar en las raíces familiares de los supermercadistas, la respuesta refleja la victoria cultural (o la derrota cultural, según se mire) de un relato que logró imponer cuentos folclóricos como verdades económicas. ¿Se trata de una conciencia “ganada” en la década pasada, o de una creencia ancestral y latente que la retórica del gobierno sólo legitimó y liberó de prejuicios? ¿Desde cuándo pensamos que el karma de que el desarrollo nos eluda es, parafraseando el eslogan oficial, la culpa del otro? Esta conveniente proyección de responsabilidades (prima cercana de “el mundo se nos cayó encima” o de “la corrupción es un proceso global”) nos condena a una complacencia paralizante. (Aclaremos: decir que la culpa de la inflación es de los formadores de precios –es decir, de las grandes empresas y los grandes sindicatos– es desconocer que no había inflación pero sí formadores de precios al inicio del gobierno kirchnerista, o que los hay en la mayoría de los países del mundo con baja inflación. Es también desconocer el rol de las políticas públicas, desplazándolo hacia afuera del gobierno: si la inflación no baja es a pesar de las políticas. La solución: nada de moderación monetaria y manejo de expectativas; palo a los supermercados.)

El tercer aspecto es de registro: con la misma liviandad con la que un troll insulta anónimamente y con muchos signos de admiración en las redes sociales o en los medios digitales, la cajera lo hace, sin inmutarse, en la cara de un perfecto extraño. La respuesta está a un paso del odio propio de un estado en guerra u ocupación, y hace ruido con un tema tan banal como el aumento del precio de la leche. Pero, sobre todo, cierra toda posibilidad de discusión. Al alejarme de la caja traté de imaginar cuál habría sido la reacción de la cajera si le hubiera mencionado algunos de los puntos de los dos párrafos anteriores: ¿me habría mirado con el mismo afecto con el que recuerda a sus empleadores, me habría identificado con ellos, o con los medios oligopólicos que pregonan estas ideas reaccionarias? ¿Me habría escuchado? (Aclaremos: la lógica amigo-enemigo patrocinada por trasnochados intelectuales de estado es una relación de equivalencia; algunos de los que putean a los Kirchner probablemente se indignarían, de forma simétrica, ante un pedido de moderación verbal –o al leer esta columna.)

El episodio nos habla menos de la década pasada que de la futura que empieza cada día; del esfuerzo pedagógico necesario para desandar este camino que hoy nos encuentra atrincherados, discutiendo verdades inventadas a las puteadas. Más allá de las bondades terapéuticas del ocasional brote catártico, para bajar la inflación (y para reparar el resto de los errores que hoy nos alejan del desarrollo) habrá que volver a debatir la realidad sin prejuicios ni agresiones. Bajar un cambio, dejar de agredirnos por dos años. O por diez.