domingo, 23 de junio de 2013

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(Publicada en el diario Perfil el 23 de junio de 2013).

En la película Hogar, de Ursula Meier, una familia vive en semi aislamiento en una casa rural al lado de una autopista inconclusa. Los hijos adolescentes juegan al futbol en el asfalto, el padre viene del trabajo con las compras, la madre cocina. Una familia feliz en su oasis postapocalíptico. Un día la autopista se completa y abre. El tránsito atraviesa el jardín de la casa, se vuelve más denso, ruidoso. Los conductores se detienen a observar a la hija adolescente tomando sol en bikini; en el ocasional embotellamiento, la gente se baja y conversa mientras observa los movimientos dentro de la casa. La familia se niega a partir, se encierra, tapia la

s ventanas con cemento, se descompone lentamente. El final sugiere que la familia abandona el hogar para recomponer su vida en otro lado. O no. El final es abierto. Viendo las fotos de Castelar, viendo al gobierno lidiar con la impotencia de una realidad que atraviesa el jardín del relato, recordé la expresión perpleja de Isabelle Huppert aguantando los trapos del hogar imposible. Una metáfora oscura del vivir con lo nuestro convertido en morir con lo nuestro.

Para quienes no conciben la idea de abandonar el hogar, la alternativa es la evasión. En un fallido tuit de la mañana de Castelar, contra un fondo de los bosques de Palermo, una celebrity oficialista escribía: “La mañana no puede estar más hermosa, qué suerte que en la ciudad existan espacios donde podemos imaginar que estamos lejos.” ¿Cuántos militantes de la década ganada comparten esta fuga? ¿Cuántos no militantes, acostumbrados al paraíso de servicios subsidiados y beneficios sociales de bolsillos profundos, presienten esta nostalgia por el Nirvana perdido? La imagen, rápidamente eliminada de la conciencia de tuiter, funciona como metáfora imperfecta de la ilusión convertida en alucinación. La nostalgia como miembro fantasma en la tanda de Futbol Para Todos, como representación fellinesca en Tecnópolis, como fantasía bucólica en los bosques de Palermo. (Puestos a especular, es probable que el tuit haya sido escrito y borrado no antes sino después de la noticia de Castelar; todos necesitamos alguna vez soltar lastre con una confesión, aunque sea efímera.)

Para quienes miran desde el asiento del acompañante, el dilema es el siguiente: ven que la situación política y económica se deteriora y no puede seguir así indefinidamente, pero intuyen que con un cambio en 2016 el escenario puede mejorar rápidamente. ¿Cómo llegamos de acá hasta allá? A muchos les cuesta imaginar dos años más de esta lenta atrición (bajo crecimiento, empleo en caída, inflación en alza, parálisis y paulatino desbande del Estado Mayor ante la inminencia de la derrota). Entonces conjeturan un final explosivo: la crisis "salvadora" que precede (y adelanta) el rebote. Como irse al descenso de una vez en lugar de bancarse la aritmética de los promedios todo un campeonato. Pero una crisis no sólo suele ser peor que cualquier lenta agonía sino que debería ser la excepción, el desenlace explosivo e inverosímil de un tanque de Hollywood, no el final abierto de una película francesa. La seguidilla histórica de crisis y recuperaciones nos dejó un déficit de atención: nos acostumbró a episodios breves y ruidosos y nos hizo poco tolerantes a los desarrollos pausados y sin final. El lento derrape es ansiógeno; nos lleva a manotear el remoto. La ubicua fantasía de la crisis es una forma del zapping.

En Brasil, un aumento de menos del 10% en el transporte urbano derivó en protestas masivas contra el sistema de transporte, la corrupción política, la criminalidad y el gasto en infraestructuras olímpicas a expensas de infraestructuras sociales y productivas. Como las protestas estudiantiles en Chile, las protestas en Brasil reflejan fenómenos complejos (por ejemplo, las expectativas de la nueva clase media en un país inflado mediáticamente) pero nos dicen algo de lo que nos espera cuando queramos resolver las enormes distorsiones a las que nos acostumbró la década pasada.

Entre la fascinación con el colapso inminente y la negación del inocultable deterioro, pocos mencionan el costo de resolver las asignaturas pendientes, o la obviedad de que hace tiempo estamos viviendo más allá de nuestras posibilidades y se nos acabaron los ahorros. Como si la autopista no juntara tráfico allá afuera. Como si no viviéramos todos en la misma casa.

1 comentario:

  1. El costo de resolver las asignaturas pendientes no debe ser pagado por las clases asalariadas.

    Argentina debe aprender a producir excedentes capitalizando, en lo posible, la totalidad de la renta de que dispone por el comercio internacional (bloqueando la fuga) y no saqueando ni un $ a los asalariados.

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