lunes, 3 de marzo de 2014

Las multas del Dr. Evil

(Publicada en Perfil el 3 de marzo de 2014)

Cuando en 1952 Stalin invitó a Rusia a periodistas internacionales afines para que conocieran de cerca el milagro comunista, uno le preguntó por qué, si la economía soviética florecía, en la Plaza Roja se cruzaba a cada paso con alguien que le quería comprar los dólares. Stalin respondió sin inmutarse: “Camarada, todo el mundo sabe que no podemos controlar a la vez el precio de la divisa y las cantidades demandadas”.

En la segunda Austin Powers (1997), Dr. Evil, recién descriogenizado de un sueño de 30 años, propone robar armas nucleares y extorsionar al mundo pidiendo la friolera de un millón de dólares, ante la mirada consternada de su lugarteniente, Number 2, que le comenta que su propia empresa hace 9.000 millones por año y que, inflación mediante, un millón de dólares ya no es mucho dinero como en los años 60. Hace poco el ministro de Economía y el secretario de Comercio anunciaron multas a los comercios que incumplieron los acuerdos de precios por más de un millón de pesos (sólo Carrefour, con 1.316.000, superó la cifra de Dr. Evil). Menos de lo que algunas de esas empresas facturan en un día. “Why make billions when you could make millions?”, podrían haber dicho los funcionarios, parafraseando a Dr. Evil.

La repetición de números XL y la sobreabundancia de ceros enunciados con vehemencia reivindicatoria (“hay tanta cadena nacional con tanta mala onda a partir de pronósticos que nunca se cumplieron que me pareció importante comunicar esta noticia”, Cristina dixit) es común en el relato oficial, cortesía de la inflación de dos dígitos y de una variante de lo que los economistas llaman ilusión monetaria, la confusión entre variables nominales y reales (entre dinero y poder adquisitivo). Por ejemplo, el aumento semestral de 11,3% en las jubilaciones es alto en un escenario de precios estables pero exiguo para un período en el que los precios posiblemente suban más del 15%. La oposición entre la elasticidad del discurso (11,3% de aumento) y la dureza del dato (5% menos que la inflación) es algo muy trillado.

El paulatino avance de la realidad sobre los planes oficiales permite una interpretación alternativa, menos obvia pero no por eso más inverosímil, de esta puesta en escena: la vehemencia como mecanismo de compensación. La acusación es el último recurso distractivo o catártico para suavizar el final adverso. La multa irrelevante es el hueso que el dirigente entrega a la tribuna para preservar la épica y la mística y asegurar la continuidad de los roles, al menos en la representación popular: la devaluación, la inflación y el ajuste son los otros, a pesar de nosotros. Cuando ya nadie en el gobierno cree que se dé vuelta el resultado, la protesta al referí es un gesto mecánico, sin consecuencias. Difícil inferir si en el equipo económico creen en el cuidado de los precios o en el escrache a ejecutivos de empresas, pero seguramente entienden que, agotadas las terapias conductistas, a la inflación la frenará la caída del ingreso disponible. El ajuste, que pide un relato distinto que ya no es para nosotros, ya no aspira a convencernos sino apenas a postergar el desencanto de los conversos. Las módicas multas, las amonestaciones por cadena, los precios cuidados “para que todos los argentinos disfruten de los productos con precios nacionales”, son la arenga obligada del técnico en el vestuario silencioso del entretiempo, para completar de manera decorosa los 90 minutos de un partido irremontable.


Goebbels, desde 1926 hasta los días previos a su suicidio en el bunker bajo la Cancillería de Berlín, llevó un diario, escrito de puño y letra hasta mediados de 1941, publicado en alemán en 29 volúmenes. En sus páginas finales, consciente de la derrota, repasa lo ocurrido y concluye que nada ha sido un error: la guerra se perdió porque el enemigo era más fuerte. Sólo en algo cree haberse equivocado: en su creencia de que, con la ayuda de las SS y la Gestapo, podría contener la suba de precios.

Una anécdota de sobremesa (reseña de Culebrón el la Revista Paco)

(Por Celina Abud; publicada el 2 de febrero de 2014)

¿Qué queda por hacer cuando la generosidad de la vida aburre y la identidad elegida como un buen traje empieza a sentirse fea e incómoda? ¿Qué tragedias o sinsentidos se prefieren antes que una existencia monótona? ¿Quién es uno sin la mirada del otro, a pesar de que ese otro nunca llegue a materializarse? Estas y otras preguntas aparecen en Culebrón, de Eduardo Levy Yeyati, una novela de suspenso en la que una anécdota de sobremesa toma cada vez más relevancia entre dos amigos que, a su mediana edad, se encuentran con la reforzada necesidad de trascendencia y, por qué no, de diversión.

Todo comienza cuando Juan, un filósofo devenido en conductor televisivo, seminarista New Age y bloguero, es contactado por Elisa, una antigua compañera de banco devenida en mujer sensual y misteriosa que, a través de correos electrónicos, revela sin tapujos tanto las fantasías sexuales que lo tienen de protagonista como otros aspectos dolorosos de su vida privada. Juan le comenta al narrador, un periodista desencantado con su oficio, lo extraño de su encuentro epistolar, a la par que le pide que escriba una novela sobre él por considerarlo un argumento excelente. Aunque su amigo no mostrará entusiasmo al principio, son los hechos sucesivos los que toman las riendas y terminan por involucrarlo de a poco.

Con agilidad y un ritmo que por momentos parece prefabricado, Levy Yeyati combina intrigas que esperan ser resueltas, tragedias del pasado, pasiones y delitos, con críticas solapadas a ciertos intelectuales burgueses, que ven a la cotidianidad como superflua y, sin medir riesgos, terminan por tomar prestadas historias ajenas para darle a la vida la ilusión de sustancia. Disfrutarán de su lectura los que prefieren las historias con hechos puntuales y de estructura clásica “inicio, nudo y desenlace”. No lo harán del todo quienes gusten de sacar sus propias conclusiones ante cada episodio, ya que el autor cae en el vicio de sobreexplicación, tal vez arrastrado de sus tareas como economista, profesor e investigador, que conviven con la escritura.

Culebrón, editado por Mondadori, es la tercera novela de Levy Yeyati, precedida por El Juego de la Mancha y Gallo. Aunque en su contratapa es definida como una reinvención del thriller erótico, el autor indaga en la psicología de sus personajes masculinos hasta llevarlos al extremo. Las ganas de leer el libro hasta el final no sólo obedecen a conocer el desenlace de una trama de suspenso, sino también descubrir qué nuevo traje vestirán sus protagonistas, o si la única opción que les queda es permanecer expuestos.
Más allá del thriller, la novela gusta por mostrar muchos de los ejes de la sociedad moderna, como el contraste entre las esferas de lo presencial y lo virtual. También por reflejar con naturalidad cómo las caras en ciertos roles se renuevan con una velocidad frenética, aunque en esencia nunca paran de repetirse. Pero por lo precisa, puede llegar a frustrar, ya que Levi Yeyati busca dejar en claro qué debe pensar y sentir el lector con paréntesis extensos y a veces farragosos, que podrían ser leídos como una muestra de inseguridad, como un amante que guía pero deja para el disfrute una única vía posible.

domingo, 2 de marzo de 2014

Terapia intensiva

Cuatro o cinco veces al año escribo una columna como invitado al Sumplemento de Economía de La Nación. Como siempre es interesante comparar antiguos comentarios de coyuntura con el desarrollo de la realidad, les dejo la columna con un mes de retraso. Uds. dirán. 

¿Cómo ves la cosa?

Les dejo, un mes más tarde, el reportaje que me hicieron a fin de enero en Clarín. Me preguntaron como veía la coyuntura. Creo que resiste bien el veloz paso del tiempo económico argentino.

Mentime (la angustia de la cigarra en invierno)

(Publicada en Perfil el 11 de enero de 2014)

Los inversores extranjeros son optimistas porque piensan que con hacer las cosas bien el país sale adelante y que el próximo gobierno hará las cosas bien, me dice un distinguido colega una noche, mientras festejamos en la terraza mi primer fin de semana con luz en un mes. ¿Vos que pensás?, me pregunta.

¿Qué pienso de qué?

Decir que el debate econopolítico se ha bastardeado en estos años es una obviedad. Pero digámoslo de todos modos: bastardeado degradado rebajado enrarecido. La discusión no perdió precisión: la abandonó deliberadamente.

¿Vos qué pensás?, me pregunta el colega.

Pienso, le digo, que tenemos que hacer el esfuerzo de la precisión porque si no es como hablar idiomas diferentes. Con palabras all inclusive, despojadas de sentido o saturadas de sentidos, no nos vamos a entender. Lo que para vos es hacer las cosas bien no necesariamente es hacer las cosas bien para mí. No en su totalidad, al menos. Es cierto que el gobierno y sus exégetas se extraviaron en regiones del debate tan alejadas del resto, le digo, que el resto se ve, desde esta perspectiva cinemascope, como una nube de puntos cercanos. Pero esta cercanía es una ilusión óptica: si definimos bien cada uno de estas palabras paquete y elaboramos bien las preguntas, no todos pensamos igual. Hacer las cosas bien no es lo mismo para todos. Ni siquiera es necesariamente suficiente para sacar al país adelante (lo que quiera que signifique esto último, otro paquete).

Bajemos la inflación con un plan integral contra la inflación que contemple medidas macroeconómicas y sectoriales como reducir impuestos y agregar gastos, nos dicen. Sentémonos frente a frente a buscar con el diálogo soluciones a la inflación y a la crisis energética pensando en un país normal. Propiciemos un diálogo de franca distensión que permita hallar un marco previo que garantice unas premisas mínimas que faciliten crear los resortes que impulsen un punto de partida sólido y capaz donde establecer las bases de un tratado de amistad que contribuya a poner los cimientos de una plataforma donde edificar un hermoso futuro de amor y paz, cantaba Serrat hace 20 años.

Miremos dentro del paquete.

Muchos analistas locales piensan en privado que el gobierno no llega, insiste el colega, que se viene una crisis. ¿Vos que pensás?, insiste.

Yo pienso que somos un país cigarra. Que gastamos lo que no tenemos y nos comemos los ahorros y cantamos y celebramos como si hubiéramos llegado a alguna parte, y en el ínterin nos convencemos que vivimos mejor que en Europa (o que en Asia, donde todos laburan como chinos) y ninguneamos las advertencias hasta que nos quedamos sin saldo y se corta la luz y el agua y entendemos que nos mintieron y que nos dejamos mentir, y no podemos tolerar la idea y le queremos pegar al primero que nos hable de ajuste, invitando, casi rogando al dirigente de turno a que nos mienta de nuevo, una mentira nueva, una promesa absurda e imprecisa que dure un par de años. Como los chicos.

(¿Qué hacías durante el verano?, le preguntó la hormiga a la cigarra cuando llegó el invierno. Cantaba, contestó la cigarra. Bueno, ahora te toca bailar, le dijo la hormiga. O algo así, pero en verso francés, Esopo vía La Fontaine, decía la fábula que nos leían de chicos y que reproducimos de grandes como un karma. Hace un siglo. El ciclo de la ilusión y el desencanto, lo llamaron, con precisión, Pablo Gerchunoff y Lucas Llach en su libro homónimo.)

Llegó el invierno en verano e ingresamos en un nuevo período de angustia. La angustia es la madre de todas las ilusiones, y la imprecisión es su medio. Si no miramos nuestro fracaso de frente, si no aceptamos que nos dejamos mentir, si no les pedimos precisión a nuestros dirigentes en vez de pedirles algunas cabezas y un milagro, el kirchnerismo será al progresismo como el menemismo fue al liberalismo, y los relatos seguirán pendulando de un ismo al otro, lateralmente, detenidos en el tiempo.

¿Qué pienso de qué?, le estoy por retrucar al colega. Pero justo en ese momento se corta la luz y todo intento de precisión se vuelve superfluo.